–Hola, amor. Fuimos a pasear. –contestó ella, distraída.
–Te fuiste a encontrar con un tipo. –retrucó él sin rodeos. –Y no digas que no, porque te vi.
Zara levantó la vista y lo miró, ceñuda.
–¿Qué? ¿Me viste? ¿Me estuviste espiando?
–Te seguí. –dijo, cruzándose de brazos. –Ahora quiero saber la verdad.
Zara dejó el bolso en la silla y sacó al pequeño del cochecito.
–Ok, mi amor, ¿querés que te cuente la verdad? Ningún problema. Pero no es lo que te estás imaginando.
Jorge esperó respuesta, impaciente, sin sacarle la vista a su mujer. No la veía nerviosa. Tenía esa misma sonrisa giocondesca que esbozaba cuando reprendía a alguno de sus hijos después de una travesura.
Jorge esperó respuesta, impaciente, sin sacarle la vista a su mujer. No la veía nerviosa. Tenía esa misma sonrisa giocondesca que esbozaba cuando reprendía a alguno de sus hijos después de una travesura.
Puso al pequeño en su sillita alta, se sentó junto a él y le dio de comer un yogur que sacó de la heladera. Jorge no aguantaba más tanta parsimonia y explotó:
–¿Quien carajo es ese tipo con el que te encontrás todos los jueves? ¡Algún chongo del pasado, seguro! ¡Alguno que andaba en cosas raras y terminó en esa silla de ruedas! ¿Qué onda?
–Bajá un cambio, te digo que nada de lo que te imagi...
–¡Decime! ¿Acaso soy tan poco hombre para vos que tenés que andar buscándote otro macho? ¿Para qué? ¿Para que te escuche, para que te comprenda? ¿Yo estoy de adorno?
Zara lo miró seriamente. La sonrisa se le había ido de la cara. Resopló y contestó:
–Es muy feo lo que me estás diciendo. Muy feo. –luego, recobrando la serenidad, suspiró y continuó: –Vos te acordás, ¿no? cuando nos conocimos, yo vivía en Avellaneda, en el segundo piso de ese depósito viejo que a vos no te gustaba ni mierda.
–Es muy feo lo que me estás diciendo. Muy feo. –luego, recobrando la serenidad, suspiró y continuó: –Vos te acordás, ¿no? cuando nos conocimos, yo vivía en Avellaneda, en el segundo piso de ese depósito viejo que a vos no te gustaba ni mierda.
–Y en un barrio con gente de dudosa reputación. –acotó él.
–Sí, lamentablemente sí. Pero era lo que yo podía pagar, y tuve la suerte de tener dos amores de vecinas que me querían mucho...
–Sí, lamentablemente sí. Pero era lo que yo podía pagar, y tuve la suerte de tener dos amores de vecinas que me querían mucho...
De pronto, Jorge sintió un nudo en la garganta seguido de un súbito ardor en el estómago.
Su mente se trasladó, hace seis años atrás, a aquel barrio pobre en Piñeyro, a aquel edificio cochambroso y descascarado. Y las dos vecinitas que su esposa mencionaba, Sole y Luly, siempre alegres y risueñas, con las uñas prolijamente pintadas, los ojos bien delineados, el pelo largo y cuidado, las que cuando lo veían venir a visitar a su novia lo saludaban efusivamente con dos besos, uno en cada mejilla...
Una milésima de segundo le alcanzó para darse cuenta por qué le parecían tan remotamente familiares las facciones y gestos de aquel hombre en silla de ruedas a quien su esposa visitaba todos los jueves sin decir nada, y a quienes él había espiado sigilosamente, sintiendo una punzada de celos como una espina en el corazón.
–¡¿Sole...?! –alcanzó a decir, estupefacto, temblando de vergüenza.
Su esposa asintió.
–Pero... pero... Sole, era travesti y, ehm... ¿qué le pasó? –balbuceó él, tomando asiento, abatido y avergonzado enormemente por haber juzgado a priori la situación.
–Ay, pobre Sole, ¿te acordás lo linda que estaba en nuestra fiesta de casamiento? El año pasado tuvo un accidente... Un grupito de pendejos nenes de mamá, fachosos y pasados de frula, la levantaron ahí en Palermo, donde ella laburaba. Le hicieron el cuento de que querían debutar pero en cuanto vieron que no había nadie cerca, la entraron a cagar a palos, meta trompadas y patadas en el suelo, hasta un botellazo le metieron y le hiceron varios cortes feos en la cara. Vieron que se les venía al humo un patrullero, se cagaron en los pantalones los muy cobardes, con tanta saña que al rajar la atropellaron. Fue a parar al hospital, pero sus parientes no quisieron hacerse cargo, justamente porque era travesti, "una vergüenza para la familia". ¡Mojigatos de mierda! Luly y otros amigos la cuidaron mientras tanto, porque no tenía a nadie más. Yo me enteré tarde, no me querían decir nada porque estaba en los últimos meses de embarazo, pero después que nació Alito, Luly me contó todo. Mirá lo mal que quedó pobre Sole que se cortó el pelo, dejó de depilarse y arreglarse, volvió a su estado original como quien dice. Volvió a ser Oscar Rimboldi. Por miedo. Pero ahora por suerte está superando bastante bien la fobia, ya ves, sale a pasear a la calle, antes no se asomaba ni al patio del hospital. Entró en rehabilitación por las piernas, tal vez tenga que usar muletas toda la vida, pero está mucho mejor la pobre. El pobre, la pobre... bah, ya no sé cómo decir.
Se quedaron en silencio unos instantes. No se oía otro ruido más que el de la cuchara raspando el fondo del pote. Zara le hizo unas gracias a su hijo, cuyos cachetes empezaban a ponerse colorados, y luego dijo a su esposo:
–Bueno, así están las cosas, ¿estás mejor ahora, que sabés la verdad?
Jorge no levantó la vista. No se animaba. Estaba pálido. Su hijo pequeño lo miraba sonriente mientras mamá le limpiaba la boca con una servilleta de papel.
–Por desconfiado te juro que te mandaría de un voleo en el orto a la casa de tu vieja. Pero como soy tan buena esposa y te amo a pesar de tus planteos de mierda, voy a dejar que vos le cambies el pañal a Alito. Puf, por el olor parece que está bien cargadito... Suerte.
La ironía de su esposa no disminuyó su arrepentimiento, al contrario. Dócil y obediente, se llevó a su hijo a la habitación para proceder.
La ironía de su esposa no disminuyó su arrepentimiento, al contrario. Dócil y obediente, se llevó a su hijo a la habitación para proceder.
–Es más, este domingo lo vamos a ir a visitar todos. Para que no te queden dudas. –le dijo Zara yendo hacia la cocina.
–Lo que vos digas, mi amor. –contestó él.
Ella rió triunfante, mientras se disponía a lavar algunos platos y tazas que habían quedado en la mesada. Gracias a la culpa disfrutaría por unos días de un marido sumiso y complaciente. Pero eso no era suficiente para compensar la trastada: algo tenía que pedirle a cambio. ¿Un perfume? ¿Ropa? ¿Una salida al teatro? Ya lo pensaría mejor.
Ella rió triunfante, mientras se disponía a lavar algunos platos y tazas que habían quedado en la mesada. Gracias a la culpa disfrutaría por unos días de un marido sumiso y complaciente. Pero eso no era suficiente para compensar la trastada: algo tenía que pedirle a cambio. ¿Un perfume? ¿Ropa? ¿Una salida al teatro? Ya lo pensaría mejor.
:·: