–Ay Jesús, –dije yo, con las manos cruzadas en el regazo. –es terrible el sacrificio que tengo que hacer. La verdad que me agota. A veces pienso, no vale la pena, total a quien le importa. La gente siempre habla mal al fin y al cabo, hagas lo que hagas. Pero a veces digo no, no tengo que abandonar, tengo que seguir, levantarme una y mil veces, no parar... No sé cómo explicarte. Y aunque supiera, no me entenderías. ¡Ah!, los hombres no saben nada de eso.
–A los hombres también les pasa. –me dice, impasible.
–Pero a cuántos...
–Muchos más de los que te imaginás.
–Los que andan en la nueva onda metrosexual, ¿no? Porque un hombre a dieta ya queda medio rarito, ¿viste? En cambio para las mujeres es un estado permanente. La dieta es un apostolado. Las únicas que se pueden dar el lujo de rebelarse contra el sistema son esas hiperflacas que comen todo lo que quieren porque nunca engordan ni un puto gramo. ¡Que envidia!
–Te aterra el juicio del otro.
–¿Qué cosa?
–Le das demasiado valor al juicio de los demás.
–La gente, para criticar es rápida y siempre tiene mucho para decir, ¡es deporte nacional! ¿Por qué me juzgan todo el tiempo?
–¿Debería importarte?
–Si no mantengo el peso no entro en mi ropa, si no entro en mi ropa andaría en bolas por la vida, porque no estoy en condiciones de comprarme un guardarropas entero que se adapte a mis medidas. Esa es la pura verdad. La imagen es una cuestión de peso, y sino decime cuántos tipos se fijarían en una gorda antes que en una flaca. ¡Mentira eso de que prefieren un rollo a un hueso! Es un cuento para quedar bien. Te digo, tarde o temprano te empiezan a laburar la cabeza “hacelo por tu salud mi vida, te vas a sentir mejor con vos misma”, blah blah blah, y cuando te diste cuenta, estás en un gimnasio sudando como pelotuda, a los saltos, levantando fierros, corriendo en la cinta como el hámster que corre en la ruedita eternamente para alcanzar lo inalcanzable. Y cuando llegás a bajar unos cuantos kilos, ahí llega la verdadera tortura: la de morirte por comer eso que te gusta y no poder hacerlo más de una vez a la semana. Yo digo, carajo, los científicos inventan cada gilada, ¿y no pueden inventar algo rico, nutritivo, que no engorde y no te cueste un fangote de guita?
Jesús sonrió, pero no acotó más nada. Anotó algo en su cuaderno y en eso sonaron tres campanadas a lo lejos.
La sesión con Jesús, mi psicólogo, había terminado por hoy.
:·:
Post relacionado: Hablé con Jesús (I)